Thursday, March 15, 2007
UN VIAJE A CYTEREA
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UN VIAJE A CYTEREA
Mi corazón, como un pájaro, revoloteaba feliz,
y volaba libremente alrededor de las cuerdas;
el navío corría bajo un cielo sin nubes,
como ángel embriagado de un sol radiante.
¿Qué isla es ésta tan negra y triste? —Es Cyterea,
nos dicen, un país famoso en las canciones,
Eldorado trivial de todos los solterones.
Mirad, después de todo es una pobre tierra.
—¡Isla de dulces secretos y de fiestas del corazón!
De la antigua Venus el soberbio fantasma,
más allá de tus mares flota como un aroma,
y llena los espíritus de amor y languidez.
Bella isla de verdes mirtos, llena de capullos en flor,
siempre venerada por todas las naciones,
donde los suspiros de amantes corazones
avanzan como el incienso por jardines de rosas
o el eterno arrullo de la paloma torcaz.
—Cyterea no era más que una tierra pobre,
un desierto rocoso turbado por gritos feroces.
¡Sin embargo, presentía yo allí algo singular!
Aquello no era un templo de sombras selváticas,
donde la joven sacerdotisa, eterna enamorada de las flores,
iba, el cuerpo ardiente por calores secretos,
entreabriendo sus ropas a las brisas ligeras;
pero, he aquí que rozando la costa el bauprés,
al asustar los pájaros con nuestras velas blancas,
pudimos ver que era un patíbulo de tres zancas,
destacado en el cielo, negro como un ciprés.
Las aves rapaces, posadas en su cumbre,
destrozaban con furia a un ahorcado ya podrido:
cada una hundía, como un clavo, su impuro pico
en los rincones sangrientos de aquella podredumbre.
Eran los ojos agujeros, y del vientre desfondado
los gruesos intestinos caían sobre los muslos;
y sus verdugos, ahítos de espantosas delicias,
a picotazos lo habían castrado por completo.
Bajo los pies, una manada de celosos cuadrúpedos
levantado el hocico, merodeaba;
una bestia más grande se agitaba en el centro,
como un verdugo rodeado de auxiliares.
¡Oh habitante de Cyterea, de un cielo tan hermoso,
silenciosamente sufrías estos insultos
en una expiación de tus infames cultos,
y los pecados que te impidieron el descanso eterno!
¡Ridículo ahorcado, tus dolores son los míos!
Yo sentí, a la vista de tus miembros flotantes,
como un vómito subir hasta mis dientes
el largo río de hiel de mis antiguos dolores.
Ante ti, pobre diablo, tan caro de recordar,
sentí todos los picos y todos los mordiscos
de los cuervos fieros y de las panteras negras,
que antaño tanto gozaban en machacar mi carne.
El cielo estaba embrujado, la mar en calma;
para mí todo era negro y sangriento para siempre,
¡ay!, y tenía, como en un espeso sudario,
el corazón amortajado en esta alegoría.
En tu isla, oh Venus, no encontré en mi viaje
más que un patíbulo simbólico donde colgaba mi imagen...
—¡Oh Señor! Dame la fuerza y el coraje
¡de contemplar mi cuerpo y mi alma sin asco!
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